El año 2002 pasé dos semanas de Ramadán en Doha, Qatar, como parte de un grupo de musulmanes europeos. Fue una experiencia muy ilustrativa. Mientras los musulmanes ayunaban, a las afueras de la ciudad los usamericanos preparaban la invasión de Irak. De vez en cuando un bombardero de los EEUU pasaba sobre la ciudad, aunque trataban de evitarlo. La sensación era estremecedora: todo el mundo ayunando, pero el país cediendo su territorio para invadir a otro país de mayoría musulmana. Hicimos una salida al desierto y pasamos por el lado de la base americana: kilómetros y kilómetros de alambradas, tras las cuales se podía vislumbrar al ejército invasor.
Cada magrib éramos invitados a romper el ayuno a la casa de un notable de la ciudad. ¡Grandes mansiones! En una ocasión fuimos al palacio de un ex-ministro qatarí. Un musulmán alemán le preguntó porque Qatar exportaba tanta mano de obra budista o hindú, habiendo tantos musulmanes pobres en países vecinos. La respuesta fue demoledora: “es obvio: a los no musulmanes no es necesario tratarlos tan bien como a los musulmanes, ni pagarles lo mismo ni darles las mismas condiciones laborales”. Todo eso, claro esta, según la Sharia… Un profesor de Sharia de la Universidad de Doha, que nos acompañaba a menudo a estas visitas, sonreía complacido… Sentí asco ante la frialdad de sus maquinaciones. Y pensé: todavía tienen mucho que aprender. Un europeo habría dicho que la razón es que su país es tolerante y que no discriminaban a los trabajadores por su religión.
La noche de luna llena fuimos invitados a romper el ayuno en un palacio del Emir. Este nos recibió en una inmensa sala de grandes columnas de mármol y gigantescas lámparas colgantes, antes de pasar al lugar del iftar. Allí, en grandes mesas redondas dispuestas en semicírculo, nos esperaba el resto de los comensales: una reunión de las «autoridades islámicas» del emirato: imames, mufties, sheijs, mezclados con los invitados europeos. A mi lado se sentó el imam de una mezquita del Emir, un argelino agradable con el cual pude conversar. El contenido de las mesas causaba impresión: diferentes bandejas con guisos de carne y de pescado, verduras cocinadas, platos suntuosos de todo tipo y, en el centro, en una bandeja de plata de un tamaño enorme, un camello guisado. Esta imagen se me ha grabado por la tristeza que me produjo. En conjunto, a mi y a alguno de mis acompañantes ese despliegue ostentoso de comida nos resultó desagradable. Pero la anécdota la protagonizó un musulmán irlandés con apariencia de gnomo, bajito y con una larga barba pelirroja. Sentado al lado del Gran Sheij de la Universidad de la Sharia, se negó a comer diciendo que comer con cubiertos de plata era haram. Todavía lo recuerdo, sentado en silencio, con los brazos cruzados y un aire decidido, mientras el resto nos lanzábamos hacia la comida. El Gran Sheij ni se inmutó, mientras cogía la comida con las manos.
Otro día nos adentramos en el desierto. Llegamos a un lugar donde unos musulmanes conversos originarios de los EEUU tenían instaladas unas tiendas. Vivían disfrazándose de árabes pero bastaba escucharlos para ver que seguían siendo yankees, sin remedio. Mientras una mujer totalmente cubierta servía el té, uno de ellos nos explicó que tenía tres esposas y nos invitó a abandonar la vida occidental… Un compañero de viaje, suizo, me dijo: «los norteamericanos no solo invaden la península con sus ejércitos, lo hacen también infiltrándose dentro el islam». Visitamos la sede de al-Yazeera. Tecnología e inmenso despliegue mediático al servicio del capitalismo global.
Pues Qatar es eso: el islam colonizado, corrompido por el wahabismo y aplastado por el capitalismo. De ahí la presencia de inmensos anuncios de marcas occidentales en las calles y de grandes supermercados de multinacionales europeas en las cuales los ricos se abastecen mientras los trabajadores compran (si pueden) en los mercados tradicionales.
A los musulmanes europeos, invitados por una organización de dawa del emirato, nos alojaban en un suntuoso hotel. Por la mañana venían camareros con bandejas a traernos la comida: nos juntábamos en una u otra habitación. Viendo que los camareros también ayunaban, los invitábamos a compartir nuestra comida. Se produjo un clima de cercanía: éramos hermanos en el islam antes que clientes y trabajadores… sin dejar de ocupar cada uno su lugar. La mayoría de los camareros eran egipcios. Finalmente, nos invitaron a romper el ayuno con ellos. Unos pocos de nosotros aceptamos, rechazando ir a la mansión de turno. Así pude ver como vivían, en edificios en proceso de construcción, en grandes espacios sin muebles, con camastros en los suelos, con cocinas y baños provisionales.
Hablé bastante con uno de ellos. Me explicó su situación: tenía un contrato de cinco años durante los que trabajaría doce meses al año, en jornadas interminables. Al llegar al país les habían retirado el pasaporte. Él se había casado unos días antes de ir a Qatar: apenas convivió con su mujer una semana. Su sueldo era enviado casi integro para mantener a su familia: no solo su mujer y su bebé sino también sus padres. Me enseñó fotos de su mujer y de su bebé, nacido en su ausencia. Estaba a la espera de obtener un permiso para salir del país y poder verlo. Aunque lo consiguiese, sabía que debería volver a separarse de ellos. Tras guardarse las fotos de nuevo en la cartera, se desmoronó. Nunca he visto unas lágrimas como éstas. Cada una de ellas levantaba un palacio en el paraíso.
Que Al-lâh bendiga a los trabajadores.