Antes de que existiese ningún idioma complejo las criaturas ya tenían una experiencia interior de la divinidad. Quizás una intuición, o una emoción profunda que no podían reducir a sentimiento o a pensamiento alguno. La percepción de una inmensidad –infinita, increada, poderosa, sutil, ilimitada…– con la cual empatizaban y sentían un vínculo inefable, proporcionándoles la sensación de pertenencia a un orden anterior a ellos, como algo innato que podían recordar al contemplar la majestad y la belleza en la que vivían sumergidos. Pero también la conciencia de su pequeñez y el temor ante esa inmensidad que fácilmente podía devorarlos…
Esto es una suposición. Lo cierto es que los humanos llegaron a darle un nombre a esa percepción de lo divino. Quizás en un primer momento fue un gemido, como el aullido del lobo ante la luna, o un suspiro de admiración dentro del cual cristalizó ese nombre. El más puro sonido surgido de las entrañas de su anhelo en ciertos momentos de exaltación seguida de una súbita comprensión sobre el sentido no solo de su vida sino de la existencia como un todo. La incipiente conciencia de ser una criatura conectada de un modo visceral con el resto de las criaturas por su origen en “algo” que no podían ver, ni siquiera nombrar o imaginar, pero sí percibir como un poder que sostiene la existencia, y que se resolvía en el mandato interior de cuidar el mundo y de incrementar la vida. Y en el llamado a leer lo que nos rodea como partes de un universo lleno de significado.
Una revelación primigenia que produjo efectos perdurables y en torno a la cual surgieron rituales, modos de hacer presente lo ausente, de revivir el vínculo que los unía en una danza circular, de recordarlo y de conmemorarlo. Ritos que ponían ese vínculo interior a todas las criaturas en el centro, para propiciar una vida en comunidad fundada en la conciencia de su sometimiento a lo incondicionado. Así nacieron las comunidades basadas en la cooperación y en la ayuda mútua. Es decir, en la apertura a lo divino que nos une y no en lo singular que nos separa.
Al ser humano le fue dada la capacidad de darle un nombre a lo divino. Y con esto se produjo un inmenso salto: ya no se trataba de “algo” sino de “alguien”. Este giro fue propicio a una experiencia personal de lo divino, ya no vivida de forma inefable en las entrañas, sino desde el yo entregado, capaz de nombrar, de pedir, de hablar en su intimidad con la divinidad. Y con eso también la capacidad de imaginarlo como Alguien que se comunica con nosotros y se nos presenta: darle un rostro y escuchar su voz. Estas fueron experiencias dichosas, pero aisladas y a menudo extrañas para el resto, que podían reconocer el soplo de lo divino en ellas, pero no tener esa experiencia. La llama de la profecía prendió entre los humanos. La imaginación emergió como el espacio privilegiado del encuentro. Las revelaciones se hicieron más potentes, en diferentes partes del planeta. Todos los pueblos de la tierra recibieron mensajes y directrices que les conminaban a vivir en armonía con el todo. Los profetas vivían en constante conexión con lo divino y daban respuesta a los problemas que la convivencia suscitaba.
Pero en este largo proceso surgió el peligro de la idolatría. Algunas de las imágenes transmitidas fueron reconocidas como vinculantes por su fuerza numinosa o por su capacidad de hacer presente ese vínculo interno que los había unido. Se cedió a la tentación de fijar lo divino en una imagen, dando el salto desde la imaginación a la representación. Cada pueblo creo su propia imagen de la divinidad y le dio diferentes nombres. Se perdió la conciencia profética y se generó una fractura de la nada.
Primero: la fractura entre el Creador y las criaturas, separadas en un individuo y en una imagen frente a él.
Segundo: a algunas de estas imágenes se las puso en un altar. Las representaciones de la divinidad acabaron siendo adoradas, haciendo olvidar la emoción primigenia y sustituyendo el vínculo interior por un vínculo exterior que los ligaba a la comunidad antes que a la divinidad.
Tercero: surgió, en torno a esas imágenes de lo divino, un aparato sacerdotal, unas normas y unas narrativas cada vez más complejas. Lo que había surgido como una emoción interna que todos reconocían se convirtió en una ley controlada por una casta en el poder, a la que el resto debían obediencia. Los tiranos se apoderaron de esa energía poderosa para sus propios fines.
Cuarto: el pluralismo de “dioses”, a partir de los diferentes nombres/imágenes dados a la divinidad en lugares remotos que llegaron a encontrarse. Cada pueblo reconocía su imagen de la divinidad como la auténtica y sentía extrañeza ante las otras. Su presencia amenazaba la cohesión. Algunos llegaron a creer que existían muchos dioses. La situación resultante fue de guerra latente.
Ante este peligro se suscitan tres tendencias: la negación radical de las imágenes de lo divino, la tolerancia ante el pluralismo y el retorno a los inicios. Lo notable es que estas tres posibilidades no son incompatibles. Esta es la propuesta del Corán: rechazar toda representación de lo divino como idolatría, sin dejar de reconocer el origen divino de todas las tradiciones. Y, por encima de todo, volver a la emoción primigenia de la divinidad: recordar y servir únicamente a Al-lâh, sabiendo que cualquier tradición o representación de lo divino corresponde a la recepción humana y no es lo divino mismo. Pero este retorno a Al-lâh solo es factible si desaparece el sacerdocio y cada individuo recupera el vínculo interior que lo une a lo divino. Con esto, llegamos al islam. Entrega a lo divino que nos une por encima de toda religión, de toda tradición, de toda representación de lo divino. Por eso el Corán nos pide que reconozcamos todas las tradiciones reveladas como emanadas de la misma Fuente, sin hacer distinción entre los profetas. El islam no es una religión que compita con otras religiones. Es el vínculo interior que une al ser humano a lo divino.