<< Podríamos sospechar la intención de reducir a Dios a un sistema de
ecuaciones diferenciales. En cualquier caso, es preciso evitar este fracaso. >>
A. Eddington (The Nature of the Physical World, pág. 282)
Ha caído la noche y una cándida niña se detiene bajo el firmamento. Tumbada, lejos de las luces de la ciudad, eleva la mirada hacia la bóveda celeste, apreciando al instante el espectáculo de armonía y color que le ofrece tan dulce noche estrellada. Sólo con la observación la candorosa niña es consciente de la inmensidad del Cosmos, dejando a su vez que el silencio le tiente con sus dulces fantasías. Como no deleitarse pues, con un universo colosal capaz de estremecer hasta la más inocente criatura por su osada belleza.
El observar la creación es un hecho que ha conmovido inevitablemente al ser humano desde tiempos remotos. En las primeras civilizaciones de las que tenemos constancia ya existieron personas que experimentaron exactamente este mismo suceso, el quedarse extasiado bajo el cielo estrellado. Situación que ha provocado en la índole humana una misteriosa sensación, y porqué no dicotómica entre lo místico y lo científico, y por la que surgirán afirmaciones contrapuestas y/o complementarias en la mayoría de los discursos. Discurso que venerarán aquello que tanto nos conmueve, sintiendo por un lado la presencia indiscutible de una fuerza creadora, y en contraposición – o para algunos como algo complementario– floreciendo el deseo de descifrar el acertijo, de intentar interpretar la sinfonía desconocida y silenciosa de los astros.
Esta conducta innata o “instinto” para observar todo lo que nos rodea, y cuestionarnos así un sinfín de porqués, ha dejado huella a lo largo de nuestra existencia a través de discursos o Diálogos, escritos o transmitidos oralmente, con el común propósito de explicar los fundamentos últimos del mundo y de todo lo existente, surgiendo quizás así una estrecha u odiosa convergencia entre el misticismo y la ciencia. De hecho en los inicios de la filosofía griega ya se podía apreciar estos intentos de entender la creación a partir de un principio (originario) único y universal, el arché (del griego ἀρχή, fuente, principio u origen). (…) Por ejemplo ya Demócrito puso toda su fe en los “átomos” y en el “vacío”, puesto que para él no existía ninguna otra cosa. Sin embargo esta concepción del mundo molestó a Platón llevándolo a expresar su más ferviente deseo de que todas las obras de Demócrito fueran quemadas sin dilación. Y así fue, ya que para Platón la física no era más que una descripción conveniente, que en último término no descansa en otra cosa que en la evidencia huidiza y tenebrosa de los sentidos, mientras que la verdad reside en las formas trascendentales más allá de la física (concepto de metafísica – del griego μεταφυσική–, que significa más allá de la naturaleza o más allá de lo material o físico).
Posteriormente, durante la física Newtoniana, los seguidores del materialismo se aferraron a la física para demostrar que, siendo el universo una máquina determinista, no podía haber lugar para el libre albedrío, Dios, ni misticismo alguno. Sin embargo hubo también la argumentación contraria, aquellos que sostenían que si el universo se dirige inequívocamente hacia el desorden, alguien o algo tuvo que haberlo ordenado previamente, ergo ¡prueba la absoluta necesidad de un Dios creador! Finalmente, y en escena ya de la física relativista, el drama surgió de nuevo, hasta el punto de que un físico y judío ortodoxo, Herbert Goldstein, proclamó que Einstein había proporcionado <<una fórmula científica en favor del monoteísmo>>. Y así podríamos seguir hasta nuestros días, pero al final no es más que la misma historia con diferente ropaje. Pero ¿porqué estas cuestiones resurgen con más hincapié que nunca a raíz de las primeras observaciones cuánticas?
Considero significativo aquí dar una aclaración, si más no una explicación resumida, de que cuando un físico contempla la realidad cuántica, no contempla las cosas en sí mismas, más bien, lo que contempla no es otra cosa que una serie de ecuaciones diferenciales sumamente abstractas, y esto es, no la realidad en cuanto tal (per se), sino los símbolos matemáticos de dicha realidad. Tal y como lo describió Niels Bohr: <<Es preciso reconocer que se trata aquí de un procedimiento puramente simbólico. Por consiguiente, toda la visión espacio-temporal que tenemos de los fenómenos físicos depende en último término de tales abstracciones>>.1
Es decir, todas las imágenes que la física nos ofrece sobre los fenómenos naturales, y por lo que parece resultar la única posible, son imágenes matemáticas, ficciones o interpretaciones imaginarias de la realidad, hecho que conlleva a que la ciencia jamás logre estar en contacto con la última Fuente, nunca podremos comprender lo que sucede, sino que debemos de limitarnos a describir las pautas de comportamiento en términos matemáticos; no podemos aspirar a otra cosa. Asimismo, y de modo implícito, muchos sostendrían que el mayor logro de la física del S.XX no es la teoría de la relatividad y la unificación del espacio-tiempo que comporta, ni la teoría cuántica con su comportamiento dual ondapartícula, o su aparente negación de las leyes de la casualidad, ni la disección del átomo y el consiguiente descubrimiento de que las cosas no son como parecen ser: es el reconocimiento generalizado de que todavía no estamos en contacto con la Realidad última. Seguimos estando prisioneros en la caverna, de espaldas a la luz, y sólo podemos contemplar las sombras contra el muro.2
Y aquí es cuando nos tropezamos con la abismal y absoluta diferencia entre la física y el misticismo. Porque por mucho que la física pueda profundizar en la materia, jamás podrá traspasar el confín de su propia naturaleza. La física, sintetizando, se ocupa del mundo de las sombras, y no de la luz de aquélla realidad, más profunda y completa, que se encuentra fuera de la tenebrosa caverna. Con todo esto podemos entrever también como la nueva física, a diferencia de la clásica, se ha visto forzada a ser consciente de que básicamente se ha estado ocupando de sombras e ilusiones, y no de la Realidad última. El premio Nobel, Erwin Schrödinger, sin ir más lejos, ya se apercibió de esto: <<Me permito hacerles notar que los últimos progresos (de la física cuántica y relativista) no residen en el hecho de haber dotado a la ciencia física de ese carácter umbrío; siempre lo tuvo, desde los tiempos de Demócrito de Abdera e incluso antes, pero no éramos conscientes de ello, pensábamos que estábamos ocupándonos del mundo en cuanto tal. >>3 Así pues podemos afirmar que la diferencia entre la física clásica y la moderna es que ambas se ocupan de las sombras, pero la primera no se había dado cuenta de ello.
En resumen, con el paso del tiempo hemos aprendido que el estudio del mundo exterior a través de los métodos físicos no nos lleva a encontrarnos con esa realidad concreta, con ese Ser que de algún modo trasciende los lindares de nuestro universo, sino con un mundo de sombras e ilusiones, y que fuera de esta dimensión aquellos métodos físicos ya no resultan adecuados para seguir indagando. Por todo esto la física no constituye un argumento, ni a favor ni en contra, de la visión místico-espiritual del mundo. Así, al parecer podemos estar de acuerdo que el intento de contraponer, la física y la mística por una parte, o de unificarlas, por otra, proviene de una deficiente comprensión, o más exactamente de una confusión de las metáforas religiosas con las afirmaciones científicas.4 Y como dijo el propio Einstein: <<La moda actual de aplicar los axiomas de la física a la vida humana no es sólo una completa equivocación, sino que es en sí algo reprensible>>.5