Cuando Abraham es expulsado es un joven rebelde, lo suficientemente adulto como para haber tenido un desvelamiento de la divinidad y lo bastante fuerte como para osar enfrentarse con su gente y derribar los ídolos. Su partida viene acompañada de la noticia del nacimiento de un hijo, lo cual conduce a establecer un vínculo (por el momento problemático) entre la entrega a Al-lâh y el sostener una familia. Muchos activistas u hombres de letras consideran lo uno incompatible con lo otro. Pero este no es el caso de Abraham, para el cual la disidencia queda como un estadio que le conduce a otras dimensiones. El siguiente episodio señala el paso hacia la madurez. Se trata del momento en el cual sueña que debe sacrificar a su hijo:
Y [Abraham] dijo:
“¡Iré a donde me guíe mi Maestro!”
[Y oró:] “¡Oh Maestro mío!
¡Concédeme el regalo de [un hijo que sea] uno de los justos!”
—y entonces le dimos la buena nueva de un muchacho benévolo.
Y cuando [el muchacho] era lo bastante mayor
para ayudar en las tareas [de Abraham], este dijo:
“¡Oh mi querido hijo!
¡He visto en sueños que debía sacrificarte:
considera, pues, como lo ves tú!”
Respondió: “¡Oh padre mío!
¡Haz lo que se te ordena:
hallarás que soy, si Al-lâh quiere,
paciente en la adversidad!”
Pero cuando ambos se hubieron sometido
a la voluntad de Al-lâh,
y le hubo tendido sobre el rostro, le llamamos:
“¡Oh Abraham, has cumplido ya con la visión!”
Así, realmente, recompensamos
a los que hacen el bien:
pues, ciertamente, todo esto fue en verdad
una prueba, clara en sí misma.
Y le rescatamos mediante un sacrificio magnífico,
y de esta forma le dejamos como recuerdo
para futuras generaciones:
“¡La paz sea con Abraham!”
(Corán 37: 99-107)
Lo primero que debemos destacar: Al-lâh no ordena a Abraham que sacrifique a su hijo. Es el propio Abraham quien interpreta su sueño en este sentido. A continuación, consulta a su hijo sobre el sentido de su sueño y sobre lo que debe hacerse al respecto. Abraham no decide nada por sí mismo. Busca el parecer de su hijo e, implícitamente, su consentimiento. En los versículos citados se da a entender que el sueño es anterior y que Abraham ha esperado a que su hijo sea mayor (tenga la capacidad de trabajar, es decir, que pueda razonar y valerse por sí mismo) para comunicarle el sueño. No se escuda en un supuesto derecho paterno a disponer de la vida de su hijo para imponer una decisión tomada por su cuenta, sino que respeta su autonomía moral y su capacidad de decisión.
El hijo no acepta pasivamente ser sacrificado, sino que es él mismo quien conmina a su padre a realizar el sacrificio, que interpreta como un mandato de Al-lâh. La predisposición del padre (a sacrificar lo que más ama) se completa mediante la predisposición del hijo (a ser sacrificado). Esto sella las relaciones padre-hijo en un sentido que trasciende la relación de parentesco. Hay que notar aquí las diferencias respecto a la relación de Abraham con su padre. Resulta penoso ver interpretado este episodio como un ejemplo de obediencia filial, justo en el caso de un hombre que se ha enfrentado con su padre, precisamente acusándolo de adorar ídolos muertos solo por mantener lazos de parentesco. Este es el tipo de relación que Abraham ha dejado atrás. Si llevase a cabo el sacrificio sin el consentimiento de su hijo, o simplemente exigiese su obediencia, esto lo convertiría tanto en un tirano como en alguien dispuesto a cometer un asesinato. Pero el Corán no deja el menor resquicio a semejante posibilidad. Por eso es tan importante resaltar la implicación del hijo, que no es el niño pasivo de tantas representaciones occidentales de este episodio, a partir de una lectura posible de la Biblia.
Pero hay algo aún más decisivo: tanto Abraham como su hijo se equivocan al interpretar el sueño. No se equivocan al considerarlo como un mensaje de Al-lâh, pues el hadiz nos dice que “el sueño es parte de la profecía”. Su error consiste en querer trasladar de una forma literal el lenguaje de los sueños al plano de lo fáctico, aunque esto implique transgredir un principio ético básico. Que uno sueñe que debe sacrificar a su hijo no quiere decir que deba matarlo físicamente. Quiere decir (en un primer nivel de comprensión) que debe desapegarse de él, que corre el peligro de caer en la idolatría hacia los seres más queridos. En el caso de Abraham, este sueño se comprende de forma más cabal si nos remitimos al momento iniciático, en el cual ve como la estrella se desvanece y exclama: “No amo lo que se desvanece.”
Un sueño no es algo ajeno, sino el reflejo de nuestros anhelos o temores más profundos. A través de él, Al-lâh le revela a Abraham el conflicto que se ha producido en su interior: la contradicción que hay entre su deseo de no amar otra cosa que a su Creador y su amor por su hijo, perteneciente al mundo de las criaturas. Aquí debe enfrentarse a su propia elección existencial, a sus contradicciones no resueltas, manifestadas en el conflicto con su padre. El episodio del no-sacrifico lleva al paroxismo este conflicto, de la imposible relación entre lo múltiple y lo Uno, de la distancia insalvable entre Al-lâh y todo lo perecedero.
En términos vivenciales, se trata de la compatibilidad o no entre el amor humano y el amor divino, que se extiende sobre la consideración del matrimonio y la familia como un impedimento o un apoyo en el camino hacia Al-lâh. ¿Es Al-lâh celoso, exige ser amado en exclusiva? ¿Nos aleja el amor a otros seres humanos del amor a lo divino? Una respuesta nos conduce al ascetismo: apartarse del mundo para poder dedicar todo nuestro tiempo a la adoración de Al-lâh. De ahí el imperativo moral del celibato. El sueño de Abraham puede interpretarse como expresión de esta pulsión ascética. Sacrificar lo más querido sería lo exigido por un Dios celoso. En el Corán, esta pulsión estaría reforzada por algunos versículos:
Engalanado aparece a los hombres el amor
por lo apetecible: las mujeres, los hijos,
arcas colmadas de oro y plata,
caballos de raza, ganados y tierras.
En eso consiste el disfrute de esta vida
—pero la más hermosa de las metas está junto a Al-lâh.
(Corán 3: 14)¡Sabed que esta vida es sólo juego y distracción,
y un hermoso espectáculo,
y [motivo para] vuestra jactanciosa rivalidad unos con otros,
y [vuestro] afán por más riqueza e hijos!
Su parábola es la de la lluvia:
la vegetación que hace crecer complace a los labradores;
pero luego se marchita y la ves amarillear,
y al final queda convertida en paja.
(Corán 57: 20)
Aquí, los hijos son señalados como parte de aquellos valores mundanos que nos pueden apartar de la divinidad. Hijos y riquezas: todo eso es pasajero. Abraham se ve abocado a la contradicción entre un Dios trascendente que le exige todo su amor y el amor que siente por su hijo. Y es en este momento cuando sueña que debe sacrificar a aquello que más ama de este mundo. Pero la solución del episodio es otra: lo que se impone es la plena compatibilidad del amor a Al-lâh y el amor hacia las criaturas, que pasará a formar parte esencial del mensaje de Abraham. Esto implica la apertura a otra dimensión de la realidad Única. Esta revelación solo (nos) llegará cuando el error quede desvelado.
Abraham, el hombre que se ha abierto a Al-lâh, corre el peligro de interpretar literalmente sus mensajes. El error consiste en confundir el plano imaginal y el plano fáctico, y el tratar de plasmar de forma inmediata el primero en el segundo. ¿No es esta la clave de su fanatismo anterior? El literalismo es consistente con la idea de Al-lâh como lejano y trascendente, que da órdenes que los creyentes deben limitarse a aplicar, sin necesidad de una interpretación consciente de sus contenidos y de sus implicaciones, sin una implicación en tanto receptores a los cuales la revelación se dirige e interpela. Lo que se sacrifica entonces es la propia individualidad, la autonomía moral del individuo: él no es nadie, debe aniquilarse, anular todo juicio y todo pensamiento ante la Voz de Al-lâh. Entonces es cuando el amor a Al-lâh se vuelve alienante: la máscara de aquellos que, siendo incapaces de amar a sus semejantes, se entregan a un Ser Supremo, a un Absoluto distante e intangible. Este Dios lejano exige cometer los sacrificios más sangrientos. ¿No es este el ídolo que Abraham había dejado en pie?
Pero es aquí donde Al-lâh interviene, para poner las cosas en su sitio. Hay que notar que Al-lâh interviene de forma directa, no a través de un ángel. Aquí se rompe definitivamente la distancia y nos abocamos a la intimidad con lo divino. Todo esto no es más que una prueba, a través de la cual le ha sido concedido a Abraham el regalo de una conciencia más completa. La sustitución operada devuelve a Abraham a su paternidad, sin la sombra que pesaba sobre ella. La intervención de Al-lâh, y su ofrecimiento de un sustituto, es una misericordia para las criaturas, uno de los signos decisivos que nos ofrece el Corán generoso, y aquello que los musulmanes celebran el ‘eid al adha, el día más grande, cuando culminan los actos de la peregrinación a Meka. Aunque resulta extraordinario ver que, en este punto, el Corán no diga que Abraham estableciese el sacrificio del cordero (dedicamos a esto un apéndice). De hecho, no será hasta el final de su vida cuando le pida a Al-lâh que le muestre sus ritos de adoración (2:127).
Mediante esta sustitución se trata de superar la fractura entre lo mundano y lo divino y descubrir que nuestro amor por la Creación de Al-lâh es el signo privilegiado de nuestro amor a Al-lâh. No se nos exige el sacrificio de lo más querido, sino que la idea del sacrificio está unida a la consecución de un bien más grande, en esta vida y en la otra:
Te hemos dado la abundancia.
Haz la oración hacia tu Maestro, y sacrifica.
El que te odia es el estéril.
(Corán, sura 108)
Debemos estar dispuestos a sacrificar todo aquello que nos impide acceder a la fertilidad espiritual. Sacrificar los ídolos que nos limitan, que nos mantienen encerrados en nuestro compartimento estanco. Poder, eternidad, dinero, triunfo, sexo, identidad, familia, independencia, ideología: cada uno sabe de lo suyo. Complacer a Al-lâh, ponernos enteramente a Su disposición, al servicio de la fuerza matriz de la existencia, que hace mover los cielos y la tierra, que nos abarca y aniquila. Esto es doloroso para el ego, lo más pequeño de nosotros. Este dolor nos capacita para una felicidad más plena, la del encuentro con nuestros semejantes en Al-lâh. El camino de Abraham no nos exige renunciar a los bienes de este mundo, sino el desapego respecto a ellos. Solo aquel que está dispuesto a abandonarlo todo obtiene la auténtica abundancia.
Solo aquel que ha superado la esclavitud de las ideas, de las cosas, de los sabores y los seres, y se ha vuelto completamente hacia Al-lâh, está en disposición de gozar de las cosas, de las ideas, de los sabores y los seres. Lo que ha dejado atrás es la angustia de la pérdida, el afán de control que caracteriza el amor egoísta de los que quieren poseer aquello que más aman. Esto se verifica en el celo con el que los guardianes de la tradición tratan de mantenerla controlada, evitando cualquier innovación. Este celo es idéntico al del hombre o la mujer enamorada que no soporta la libertad ni la existencia independiente del amado. O al patriota que se duele ante la pérdida de las esencias patrias, a causa de la llegada de extranjeros, y quiere cerrar las fronteras del país. Solo el desapego nos libera, nos trae los dones de lo abierto. Liberarse no es abandonar el mundo, sino transitar por él sin condicionamientos superfluos. Solo así el ser humano se pone en disposición de cumplir con aquello para lo que ha sido creado, con el permiso de Al-lâh. El que odia lo creado es el estéril. El que ama a Al-lâh, recibe a su hijo como recompensa. Pero ese hijo ya no es suyo, sino un hermano junto a Al-lâh. Así es como Abraham trata a su hijo.
Al principio de su búsqueda, Abraham ha abandonado el culto idolátrico de sus ancestros. Sabe que toda transmisión de auténtica sabiduría puede perderse, cosificarse en unas formas carentes de sentido. No puede pretender que su hijo acepte su camino como su padre pretendió que él aceptase las creencias de sus ancestros. Lo que Abraham ofrece a su hijo es el sueño de la propia muerte. La aceptación por parte del hijo es el signo de su iniciación y aceptación de Al-lâh. Ya no es solo hijo de Abraham, antes que nada es una criatura de Al-lâh, un ser sometido a Su mandato. Es plenamente hijo de Abraham solo en el momento en el cual este reconoce que no es suyo. Así, Abraham se libera del amor tiránico y el hijo es liberado de la tiranía de su padre. Abraham reconoce que su hijo pertenece por entero a Al-lâh. Al consultarle lo entrega a su propio Maestro para que sea Él quien lo guíe en su camino.
Nos situamos en una de las cumbres del peregrinaje de Abraham. Se intuye aquí el secreto de la piedra negra, polo de orientación, lugar de encuentro para los seres sometidos. Abraham ama a su hijo, y ese amor es el mismo vínculo que une a Al-lâh a sus criaturas. Así pues, el amor a Al-lâh puede realizarse. Cuando somos capaces de amar desprendidamente, dirigirnos a las cosas y a las criaturas con la plena conciencia de que están siendo creadas por Al-lâh, en este mismo instante. Cuando somos capaces de ver las cosas como teofanías, entonces se desvanece todo juicio y estamos dispuestos a aceptar la vida, a gozar y a sufrir aquello que nos ha sido destinado. Al-lâh no quiere que renunciemos a nuestro amor por lo perecedero, ni siquiera a nuestro amor propio, sino que nos amemos como seres que se han abierto al Creador, con nuestras limitaciones y defectos, en la certeza de que no existe otra realidad que Al-lâh.
No hay ruptura entre los planos inmanente y trascendente, sino que el uno es el reflejo de lo otro. Al-lâh se manifiesta entre nosotros, está más cerca del ser humano que su propia vena yugular, está presente allí donde sus criaturas se aman y se entregan las unas a las otras, superando sus egoísmos y siendo capaces de vivir en comunidad como un acto de adoración a Al-lâh. Por eso, el Corán nos dice que ha favorecido a Abraham en esta vida y en la otra:
¿Y quién, sino alguien de mente débil,
querría abandonar la confianza de Abraham
a quien, en verdad, favorecimos en esta vida
y en la próxima estará,
ciertamente, entre los justos?
(Corán 2: 130)
Todo viene de Al-lâh y hacia Él es el retorno. Es fácil de decir, pero no tanto el asumirlo. Hay que aceptar el sueño como guía, estar a la espera del mandato que nos lleve como un cordero al sacrificio. No vale la pena vivir una vida de espaldas a ese sueño, de espaldas a los signos mediante los cuales Al-lâh se nos revela. Hay que asumir ese mandato interno que hace de nosotros califas de la Creación. Con ello, habremos roto las barreras, el malakût dejará de ser un mundo aparte con respecto al mulk. Se comprende que en este momento se manifieste el ángel, que el ángel traspase la frontera que separa los mundos y entre en la vida de Abraham como una presencia cierta y decisiva. Pues Al-lâh no está separado de ninguna de las dimensiones de la realidad: es el Maestro de todos los mundos, los cuales se enlazan de forma sutil en nuestra vida.
Gracias por tanta generosidad del autor