Siempre que converso sobre el islam, o sobre el reconocimiento de mi condición de musulmán, me topo con un muro: la asimilación del islam al cristianismo, pasando a ser considerado como «otra» religión. Cuesta explicar que el considerarse musulmán no implica (por lo menos por mi parte) la adhesión a ninguna religión o sistema de creencias, sino el reconocimiento gozoso de mi condición originaria: somos criaturas, seres contingentes dependientes de la Matriz de la existencia, del Maestro y Sustentador de los cielos y la tierra, Al-lâh.
Para comprender lo que esto significa, es necesario detenerse en la palabra islam. Esta viene de la raíz trilítera s-l-m. Se deriva del verbo aslama, que significa “aceptar o librarse a”. Una palabra asociada es istislam, rendición. Aquel que se ha rendido —al Maestro de todos los Mundos— es el musulmán. Al mismo tiempo, la palabra islam se relaciona con el verbo salama, cuyo significado es el de “estar sano y salvo, pacificado”. El musulmán sería pues el ser humano que se rinde y se abandona al Creador de los cielos y la tierra y aspira a entrar en la paz de Al-lâh, uno de cuyos nombres es As-Salam, la Paz.
La entrada en esta condición (¡es fácil decirlo!) lo hace sentirse seguro y a la vez lo pacifica, al mismo tiempo que lo conduce a enfrentarse con la injusticia social y a situarse en contra de toda forma de opresión. Pues no reconoce otro poder excepto a Al-lâh. Un movimiento radical de ruptura con los poderes de este mundo, con todas las ficciones con las que el ser humano, en su soberbia, se reviste. ¡Ojalá! Se trata de una aspiración que requiere un esfuerzo (yihad) constante, pues somos criaturas limitadas. Eso mismo es lo que reconocemos cuando aceptamos que somos musulmanes: nos hemos alejado de nuestra más íntima naturaleza, cayendo entre los velos de este mundo. Pero sigue latiendo en lo más profundo de nosotros aquel vínculo que nos conecta de forma indestructible con la Fuente de la vida. De ahí la necesidad de recordar a Al-lâh; es decir, de hacer consciente en nuestros actos ese vínculo interior que nos hermana con todas las criaturas y nos invita a vivir en armonía en un mundo del cual no somos el señor sino uno más de miles de millones de invitados. Humildad y conciencia de nuestra pequeñez frente a la inmensidad de lo creado. Confianza en Al-lâh frente a todo intento de controlar la vida. Abdicar de nuestra pretensión de soberanía sobre la existencia y rechazar la imposición de un modo de vivir no conforme con nuestra naturaleza originaria. La aceptación del destino como base de la rebelión contra la tiranía.
Si hablamos de “pacificación/entrega a Al-lâh” se comprende lo que el Corán no cesa de decirnos: eso que llamamos islam se refiere a la condición natural en la que se encuentran las criaturas: los pájaros, las nubes, incluso las piedras… No se trata pues de la adhesión a una religión histórica por parte de un sujeto, sino de la aceptación de las condiciones eternas de la vida; de ahí la pasión por el saber y por el conocimiento de la naturaleza como lugar en el que Al-lâh revela sus secretos. Una mente tan lúcida como la de Goethe dio testimonio de esto en su Diván Oriental-Occidental:
Si islam significa sometimiento a Dios,
entonces todos nacemos y morimos musulmanes.
Lo cual no deja de ser cierto, siempre y cuando completemos la reflexión desde nuestra conciencia de seres liberados únicamente a Al-lâh (esto es: libres para someternos al Viviente y recibir los dones de la vida): si por Islam se entiende una religión histórica concreta, entonces no se trata del islam de Muhámmad y de todos los profetas de la humanidad, sino de aquello que los humanos (demasiado humanos) han hecho con la revelación. Por eso el musulmán debe siempre volver a la revelación y desconfiar de lo canonizado por los poderes de este mundo.
Esta es la razón por la que defiendo una lectura libre del Corán: la posibilidad de recibir la revelación, aquí y ahora, sin los velos que nos son impuestos por la tradición. La tradición es un alimento para el alma y para el intelecto, pero no el criterio último de lo que es falso o verdadero en sentido óntico. Hay que aceptarla como el regalo de las generaciones anteriores, pero rechazar a aquellos que pretenden establecerla como una ortodoxia.
Todos los profetas se rebelaron contra la tiranía, contra lo que el Corán denuncia como «seguimiento ciego de la tradición de los ancestros», contra la pasividad y sumisión frente a lo instituido. ¿Acaso seguir el ejemplo del Profeta no pasa por emular dicha rebelión? Siempre sabiendo que esta rebelión no es un fin en sí mismo sino el resultado del sometimiento a lo divino. Por eso la entrega a Al-lâh es lo esencial: la auténtica libertad nace de someterse a lo más grande que nosotros, no en rebelarse contra lo ilusorio.
Solo quien se somete a Al-lâh se pone en disposición de liberarse de la idolatría que lo oprime.
No se es profeta ni seguidor de un profeta si se sigue humildemente las leyes del lugar, ni por respetar las costumbres de la tribu, ni por remitirse a una tradición ya clausurada. La profecía no está del lado de la sensatez y de lo instituido, sino de la libertad espiritual y de la creatividad. No esta de lado de la corrección del enunciado sino de la subversión a lo sabido. Hay sumisión y entrega, pero tan solo a Al-lâh.
El profeta se deja arrebatar por un poder que le precede y lo destina, por una fuerza numinosa que estalla contra toda ilusión de orden y dominio humanos, en favor de un orden y un poder anteriores a toda razón y a toda pretensión de control con respecto a una vida de la cual el ser humano no es sino un fragmento pasajero.
Así debe suceder entre aquellos que se abren a la revelación –no ya como un camino por otros transitado, sino como un camino libre, no ya como un conjunto de normas consensuadas por sabios de zalamea, sino como tensión del fundamento, accediendo al centro insondable desde el cual brota la vida en armonía.
Y justo desde ese centro imperturbable se hace sociable de un modo entrañable, llamando a las gentes a la superación de lo establecido, a reconocer la ausencia de fundamento como una posibilidad extrema, incluso como un nuevo fundamento irreductible a lo sabido.
Por ello el Corán sigue siendo un libro revolucionario: no se deja dominar por la razón instrumental ni fijar en un conjunto coherente de normas de obligado cumplimiento por parte del rebaño. Nos sigue llamando a la experiencia de la revelación: un camino único y posible abierto por la divinidad para cada uno de nosotros. El camino del corazón: desde nuestra soledad invertebrada hasta una comunidad de espíritus libres. Ahora sí: con humildad, generosidad, delicadeza, paciencia, hermandad, sabiduría… ¡ojalá!
Un artículo sobre un tema que el autor ha tratado mucho, porque merece tratarse, y creo que es la responsabilidad de cada uno, de su propio islam, ¿Contra qué lo medimos? Y volvemos a Ibrahim, del que abdennur ha dicho tantas cosas llenas de sentido. Ibrahiim no teme toparse con la verdad, ni toparse con la mentira, indaga y contrasta y razona, y sigue con su integridad. Esa, la integridad es un significado de la raíz s-l-m, estamos en paz porque somos íntegros, no nos hemos escindido en direcciones encontradas ni en actos contrarios unos a otros. Hemos puesto de acuerdo nuestras aspiraciones y nuestra realidad. Somos íntegros y obramos con integridad, muslimes. Dios lo quiera.