Sorprende que se tracen genealogías para ensalzar una vía espiritual, o una escuela de pensamiento, o la dignidad de un maestro o de una tariqa sufí. Nos dicen: «este maestro recibió su iniciación de Z, y éste de X, y este de W… siguiendo una cadena iniciática que se remonta hasta el mismísimo Mensajero de Al-lâh (saws)». Pero, ¿de dónde recibió su baraka y su sabiduría el Mensajero? Directamente de Al-lâh. Entonces, ¿qué sentido tiene esa «cadena»? Lo que está implícito es que Al-lâh ya no se revela, y que los seguidores del profeta no están conectados directamente con Al-lâh. En otro caso se diría: «Z ha recibido su saber de Al-lâh y de su intimidad con Al-lâh proviene su baraka». Lo cual haría irrelevante el haberla recibido a través de una cadena que, en definitiva, se remonta a Al-lâh.
Pero también es cierto que no somos profetas. Necesitamos de la revelación, de la sabiduría y de las prácticas tradicionales para actualizar el vínculo que nos une a Al-lâh. Y necesitamos aprender de otros más avanzados que nosotros. Pero es más cierto que ese vínculo (en cada caso único) es lo que nos concierne, por encima de cualquier mediación que pueda reforzarlo. Si nos quedamos con los medios, caemos en la idolatría: la idolatría del islam, del Corán, del Profeta, del Maestro, de la Sharía o de la Tradición. El islam tradicional nos previene, precisamente, contra esta tentación. Aceptar y reverenciar los medios sin idolatrarlos: esta es una sabiduría que reconocemos como propia. Forma parte de nuestra naturaleza original.
Entonces, ¿para qué las cadenas iniciáticas? ¿Se trata, acaso, de buscar una legitimación histórica? Si alguien lee el Corán y desarrolla una interpretación no convencional, se siente reforzado en ella si encuentra antecedentes en la tradición. Es una actitud que se relaciona con la confrontación, el hecho de verse deslegitimado. Las genealogías sufíes podrían ser el reflejo de la necesidad de mostrar su arraigo en el islam, frente a las acusaciones de ser innovaciones que provienen de otras tradiciones. Pero éste es un modo externo de arraigar, que puede llegar a confundirse con el mero seguimiento de los antepasados, algo contra lo cual el Corán nos previene de forma contundente. Se percibe aquí, de nuevo, cierto pesimismo. La sensación que la experiencia de la revelación ya no es posible y la necesidad de aferrarse a algo tangible para evitar que se nos escape. No una cuerda sino una sólida cadena.
¿Se ha colado aquí el gusto árabe por los linajes? Si es así, parece extraño. El Corán abole los vínculos horizontales en favor de la inmediatez de la experiencia. De ningún profeta o mensajero nos dice que recibió sus enseñanzas de otro que no sea de Al-lâh. El caso más elocuente es el de Abraham. El Corán nos muestra como se separó de las creencias heredadas y abrió su corazón a Al-lâh, sin necesidad de ninguna mediación. Y, aunque nosotros no podemos aspirar a tanto, lo cierto es que estamos visceralmente conectados con Al-lâh y éste es el único fundamento de nuestro islam. Es algo que nos concierne de un modo patente, sin necesidad de mirar hacia el pasado, ni hacia el frente ni hacia atrás, ni hacia la izquierda ni hacia la derecha. Al-lâh se nos revela aquí y ahora, y nos invita a descubrir su presencia y su sabiduría en todo aquello que vivimos. El Corán no cesa de decirlo: Al-lâh está cerca de nosotros y allí donde miremos podremos ver su Rostro. Nos responde si le hablamos. Hay que hacerse sensible a la presencia y cultivar la ausencia como una matriz de significaciones. Se trata del cuidado de las formas y la atención a lo que es, no la aceptación ciega de doctrinas venerables. Un sabio o un maestro son aquellos que han actualizado este vínculo de forma eminente, de modo que pueden ayudar a los demás en su propia tarea. Pero entonces no se trata de la transmisión de algo que falta, sino del recordatorio de algo que es. En última instancia lo único que cuenta es nuestra relación con Al-lâh. Quien puede sentir su presencia vivificadora ya no necesita nada. Se ha liberado de la idolatría de los medios. Y eso es a lo que el Corán nos insta, una y otra vez. Éste es el signo de que nos hemos hecho humildes: no aspirar a la perfección ni a la santidad ni a la sabiduría, sino a la sinceridad del siervo. No aspiramos a deificarnos, en una ceremonia de confusión intelectual y de arrogancia espiritual. Somos simples criaturas, nada más. Pero este nada más quiere decir: estamos siendo creados por Al-lâh en este mismo instante. Esto nos invita a vivir estremecidos, atentos, confiados. Somos hermanos de las olas.
En una tradición basada en una revelación que proviene de Al-lâh la experiencia interior es el único criterio legítimo de autoridad. Cuando alguien reclama autoridad apelando a una herencia y a una genealogía, o a sus estudios y a sus conocimientos, o enumerando sus maestros y ostentando títulos, en realidad encubre sus carencias. Es la prueba más patente de que carece de una experiencia genuina.
Sabemos que erudición y sabiduría son caminos diferentes. Lo mismo puede decirse del islam y de la tradición. Una cosa es remitirse a una silsila y otra la entrega confiada a lo divino. Lo primero puede ayudar a lo segundo, pero no sustituirlo. Nuestro sometimiento se debe únicamente a Al-lâh, nuestro Maestro y nuestro Guía. Llegar a esto es llegar a lo sencillo. Pues es llegar a lo que es.
Muy de acuerdo con el artículo que ayuda a reflexionar sobre relación con EL CREADOR