Nietzsche decía: el desierto avanza. Pero hoy lo que avanza es la aridez. Es más corrosiva que la desolación y más insidiosa que la angustia. No es ni siquiera un desierto, sino una tierra reseca y fragmentada. Donde antes hubo vida hay ahora un ardor que no permite respirar y en el cual no puede crecer nada: ni tan solo la nada. No cabe ni siquiera hablar del nihilismo como estadio que posibilitaria la transvalorización de los valores. Sobre la tierra árida se erige un mundo maquinal, del cual han desaparecido el alma, la esencia, la trascendencia, el recuerdo de Al-lâh, la ternura, la confianza en lo divino… Todo sigue existiendo en los corazones de las gentes y en la vida de los pueblos, pero sometido al dominio de lo maquinal.
También a la aridez tenemos que acogerla, para confrontarla. También ella es querida por Al-lâh.
En esta situación parece más fácil ser materialista, eliminar a Al-lâh de la ecuación y limitarse a la política, realizar análisis precisos de este estadio civilizatorio que abran posibilidades reales de combate. No contentarse con la adhesión nominal a una idea ni con una crítica libertaria, sino comprometerse con procesos de rebelión vigentes, en las resistencias reales que los pueblos de la tierra siguen oponiendo a la globalización corporativa, aguzar el ingenio y ofrecer alternativas. Esto sigue siendo necesario. Pero también implica que todavía no la hemos aceptado. Implica que seguimos confiando en nuestras propias fuerzas, en el poder del hombre para cambiar el curso de la historia.
Con esto se corre el peligro de dejar de lado el arma más poderosa de toda resistencia, ese elemento inexplicable para la razón y que constituye la fortaleza del islam.
Ante el avance de la aridez el musulmán opone otro criterio. Ante la destrucción y el sufrimiento, no se engaña ni se refugia en ideologías redentoras. Sabe que Al-lâh lo ha querido así. No se trata de calmar una inquietud que nos corroe. Se trata de aceptar y mirar al horror cara a cara. No de ser pasivos y de conformarse, sino de reconocer la situación como algo querido por Al-lâh. Los maquinadores no tienen otro horizonte que el de su propio afán de lucro y de poder. No ven más allá de sus espurios intereses, limitados por un plano de inmanencia en el cual pretenden encerrarnos. La respuesta no puede estar en mantenerse en lo maquinal y en responder desde lo maquinal, sino en recordar lo anterior a toda situación, esa matriz inexpugnable de la cual brota la vida compartida. Se trata de volver a lo esencial.
Entonces lo que nos salva es la azalá, el recuerdo de Al-lâh, los rituales que nos conectan con la divinidad, los vínculos comunitarios, la revelación, la lucha… Recordar el origen y vincularse a lo divino que nos une. Solo esta conexión nos permite empatizar. Esta es la única manera de llegar a comprender. Comprender no es justificar ni estar de acuerdo. Es resolver el engaño sin ceder al odio. Y mirar al enemigo cara a cara, sabiendo que él es también una víctima de sus maquinaciones. Dice el Corán:
No es igual obrar bien y obrar mal.
¡Repele con lo que sea mejor
y he aquí que aquél de quien te separe la enemistad
se convertirá en amigo ferviente!
(Corán 41: 34)
Quienes tienen paciencia por deseo de agradar a su Maestro,
hacen la azalá, dan limosna, en secreto o en público,
de lo que les hemos proveído y repelen el mal con el bien,
ésos alcanzarán la Última Morada.
(Corán 13: 22)
La fortaleza del musulmán proviene de que sabe que todo procede de Al-lâh y a Él es el retorno. Rechaza la tiranía, pero no se limita a juzgarla como un mal absoluto. No hay nada demoníaco, sino manifestaciones de diferentes posibilidades existenciales que anidan en las criaturas. Esta conciencia nos sitúa en otro plano de visión. Nos permite contemplar todo lo creado como surgido de la misma fuente de la vida. Nos acompasa al misterio sin necesidad de comprenderlo y nos lleva a aceptar todo lo que acontece como querido por Al-lâh.
Cuando penetra la aridez del mundo en las entrañas, cuando el corazón reposa desolado entre sus grietas y se aboca a sus abismos, cuando el discurso del odio nos asedia, cabe mirar de nuevo al cielo como un niño, volver a la creación que nos acuna y nos hermana, recuperar el contacto inmediato con la raíz de la existencia y recibir de Al-lâh la fortaleza que nos permite resistir. Volvemos al Corán y nuestro corazón vuelve a sangrar de belleza y a congregar la estrella que nos guía. Confiamos en Al-lâh más que en las intenciones de la noche. Nos sabemos rondados por la muerte. Y vemos las matanzas, la crueldad de los desolladores, la aridez avanzando como una apisonadora que arrasa con las diferencias y que nos desarraiga de la naturaleza. Y sin embargo afirmamos que todo está en su sitio. La justicia divina resplandece más allá del ocaso y de las destrucciones. Hay que seguir luchando de algún modo, siempre del lado de las víctimas, de los oprimidos, de los cualsea, de los nadie. No se trata de vencer al enemigo, sino de recordar que todo viene de Al-lâh y combatir por la verdad que nos hermana. Se trata de la salvación del mundo y de nuestra salvación. Pero la decisión le pertenece a Al-lâh.
Lo que nos salva es la confianza en Al-lâh. Lo que permite resistir ante el avance implacable de la aridez, incluso cuando no queda esperanza en este mundo, es saber que la última vida nos espera.
Ciertamente, hay que seguir luchando. Pero hoy sólo es posible hacerlo desde esta confianza y con esta fortaleza. Esta es la fuerza del islam en la era de las maquinaciones. Es aquello que los poderosos no pueden controlar, lo que escapa a todo cálculo y a toda predicción.
Nunca podrán con el islam, porque no es una religión ni una ideología, sino la vida misma. Quienes lo combaten combaten contra su propia vida, aunque no lo saben.
La victoria pertenece a Al-lâh.
Al-lâhu akbar.
Un texto que nos conecta y nos fortalece. Que afirma la verdad y la abraza, con toda la enorme, enorme, dificultad que el dolor y el horror nos imponga.
Gracias querido Abennur,
el imaan, la confianza en Dios, que casi vale con decir meramente la confianza, confiar, el Dios es sobreentendido, quien confía, confía en Dios, porque es de él de quien viene cualquier confianza, cuando la colocamos en algo que no es Él es como tirarla a la basura. Siempre, siempre, esa confianza, como bien dice Abdennur, es nuestra fortaleza. Y el Sabr, la paciencia es como la llave de oro que nos da la confianza en Dios para vivir y sobrevivir en este mundo, íntegramente creado por Él, y todo el bueno, puesto que es suyo y cuanto nos es ingrato es piedra de toque para acercarnos más a Él con su piadosísima venia. Nunca está de más ningún comentario que, como el de este texto, nos o recuerde.