El mundo se ve empañado de hostilidades, violencias e insultos que atraviesan transversalmente a todo el tejido social sin distinción alguna. Crisis económicas, guerras y gobiernos de ultraderecha se encuentran a la orden del día para alimentar con crueldad la sádica maquinaria de los medios de comunicación hegemónicos, cómplices privilegiados de sus discursos deshumanizantes.
Se produce temor y se consume dolor para hacernos rehenes de un discurso desesperanzador en el cual el mundo parece haber perdido su esencia humana y en nombre de la «seguridad» debemos encerrarnos y protegernos de sus fechorías en una coraza de individualismo egoísta que tiene al «sálvese quien pueda» de eslogan.
Sin empatía y con un otro amenazante que acecha nuestros «supuestos» privilegios, la agresión, la violencia y la discriminación se apoderan de la conciencia social. Transitamos nuestros espacios cotidianos olvidando el respeto mutuo, la tolerancia, la escucha, la amabilidad y la ayuda. Invadidos por ese discurso temeroso, que torna frágiles los lazos sociales, quedamos envueltos en las oscuridades del narcisismo, el pánico y la ansiedad.
El lenguaje deshumanizante se ha ido apoderando del hablar cotidiano en todo el mundo. Desde Oriente Medio hasta América Latina el odio, el asco, el rechazo y la amenaza se usan para definir y referirse al otro, ese otro que nos su-pone en peligro. Ese otro necesario para sostener la imposición de discursos y prácticas que nos mantengan disciplinados y ordenados bajo el mando de quienes nos manipulan y sobre todo para mantenernos entretenidos en luchas imaginarias que nos impidan poner atención en los verdaderos objetivos que están en disputa.
Soberanía, libertad, seguridad, justicia, respeto, patria, desarrollo, recursos naturales, redistribución de riquezas, derechos y garantías… En la real disputa por estos objetivos, se trascienden las prácticas represivas estatales contra el cuerpo y el espacio público. Los discursos que se reproducen en las sociedades civiles son parte esencial del mantenimiento del orden y el disciplinamiento porque imponen cómo pensar y qué decir, delimitan lo que se puede y lo que no, marcan la diferencia entre un nosotros y esos otros.
Con una perversa pero funcional diferenciación se califica a las personas por su pensar, su estética, su actuar. Así se las separa en dos grupos: gente —ciudadanos de bien, armónicos estéticamente, los seres de luz, distintos de aquellos «otros» que son gente de mal, ciudadanos corrompidos y feos, los seres de la oscuridad. Esta práctica sostenida socialmente, traducida en discursos deshumanizantes, que en detrimento de todo valor humano, legitiman el accionar cruel y violento en cualquier ámbito y sobre cualquier persona, nos demuestra que el control social no es sólo desde la fuerza física, sino también mediante el consenso y la presión social. Esta dominación simbólica, que destila supremacismo, discriminación y segregación, restringe la capacidad de accionar y de decir, de hablar y proponer argumentos diferentes sin por esto padecer las consecuencias del castigo y la condena social.
Con tanto miedo vivimos que no nos atrevemos a mirar a los ojos «al otro». Ese otro que grita hambre, desempleo, mutilación, opresión, injusticia, violencia, discriminación, muerte… Es tanto el miedo —que nos instruyen para sentir— que la hipocresía, la ignorancia y la crueldad se convierten en un estilo de vida, en una forma de enfrentar a los otros que no queremos mirar y a los que sólo accedemos a ver, cubiertos con ese manto de superficialidad que nos protege de unirnos y compartir el grito del otro. Negamos y reprimimos casi patológicamente para sobrevivir. Pero ¿a qué costo?
Condenamos gobiernos, ideologías, religiones, condenamos a los que militan una causa, un partido político, condenamos a un pueblo, a sus niños… Sólo condenamos, sin detenernos a pensar que esas condenas que esbozamos y escupimos con agresiva verborragia son funcionales a quienes hoy nos recortan la realidad y, usando los medios, la transmiten y así se regocijan en sus perversidades mientras nosotros —claro que sólo nosotros— nos hundimos en violencias y pobrezas, luchando unos contra otros.
Así nos someten, así nos controlan. Y nosotros, bochornosamente dispuestos a ser manipulados por la infame intervención de esas fuerzas místicas, les jugamos el macabro y criminal juego de entre nosotros: silenciarnos, invisibilizarnos y deshumanizarnos. Quienes nos atrevemos a descubrir un pequeño gesto de humanidad y empatía somos castigados, nombrados inmediatamente otros, ese otro que es peligro y que hay que combatir. Y con la misma inmediatez surge el permiso para destruirnos, humillarnos, despreciarnos, deshumanizarnos y matarnos.
Pagamos el costo de una deshumanización normalizada que nos sitúa a todos como víctimas de las estructuras de poder y sus liderazgos sádicos que abusan de nosotros, que nos someten al silenciamiento de la paz, la comunidad y la empatía y nos hacen voceros de la intolerancia y la violencia que los perpetúan poderosos a ellos a costa, sí, sólo de nosotros. Irrumpamos en su poder con miradas, con reconocimientos y con empatía, nos encontremos unos y otros en nuestras diversidades y hagamos honor a la igualdad de nuestra humanidad.
Son,en efecto muchos desafíos en lo cotidiano y la angustia de la impotencia. Podemos fácilmente dejarlos llevar por lo negativo, lo hostil, lo desalentador y, sí, tal vez derbiéramos aceptar ese desafio de mirar nos y quizás tenernos un poquito de simpatía, que, curiosamente, sigue siendo gratis.
Excelente artículo. El discurso que crea el cisma entre las personas es tan antiguo como el propio Poder. Es el discurso iblisico, que se basa en la premisa de «yo soy mejor que él»